En la sala principal de un refugio situado en un barrio de la Ciudad de México hay 10 centroamericanos viendo el partido entre Honduras y Ecuador. Beben coca colas de tres litros y comen patatas fritas. La estadística oficiosa de este centro de apoyo a los inmigrantes señala que tres de los que están aquí morirán o desaparecerán antes de llegar a Estados Unidos, otros tres serán detenidos y solo cuatro lograrán cruzar la frontera. El Mundial de Brasil es un pequeño respiro para los hombres y mujeres que en busca de una vida mejor se lanzan por el corredor migratorio más transitado y peligroso del mundo.
Los hondureños que pasan una temporada en el centro Tochán(nuestra casa en lengua náhuatl) antes de emprender de nuevo la marcha se han enfundado la camiseta de su selección. Si pierden esta tarde quedarán eliminados del campeonato. Algunos son pesimistas con lo que está a punto de ocurrir sobre el césped pero suena el himno, esas estrofas escritas para hinchar hasta los corazones que menos bombean, y cualquier atisbo de duda se esfuma. El jugador Carlo Costly adelanta a Honduras a la media hora de juego. "¡Ahí la llevan!", vocifera Arlén José Navarro, un muchacho de 18 años.
Es la segunda vez que ha hecho este viaje. Hace poco más de un año logró llegar a pueblecito de Texas donde un granjero lo contrató como cortador de sandías. Una noche fue a llamar a su familia a un Seven Eleven, un súpermercado 24 horas. Lo vio una patrulla de policía y lo detuvo. Fue deportado y tuvo que volver a su barrio. Los pandilleros con los que tenía cuentas pendientes lo molestaron en las noches, cuando sabían que "su ruca [madre]" no estaba. En ese tiempo le dispararon dos veces en las piernas, unas marcas de las que queda rastro en los gemelos. Arlén José inició de nuevo la marcha a principios de este año y aquí está, otra vez, a mitad del camino. Está en una especie de limbo. No sabe si caminar o estarse quieto. Avanzar o retroceder.
Esa indefinición puede volver loco a cualquiera. El rapero salvadoreño Alberto Durán Ramírez dice que por eso él trata de evadirse elaborando rimas. Ahora está escribiendo una canción que se llama Fuera de la realidad. Empieza así: "La sociedad de otro país te rechaza sin saber cuáles fueron los motivos que te echan de tu casa". Mientras decide qué hacer, Alberto, de 17 años, se gana en la calle unas monedas de gente a la que le gustan sus rimas.
El albergue está regentado por una madre y una hija. El angosto edificio tiene salón, cocina, dos cuartos para hombres, uno para mujeres, un espacio para hacer la colada y una oficina. Las paredes están decoradas con mensajes de unidad de pueblos y razas. Unas voluntarias estadounidenses dibujaron en un muro a La Bestia, como se conoce a los trenes de mercancías a los que suben los inmigrantes para llegar hasta su destino. En ese trayecto a menudo son extorsionados por los carteles, secuestrados y asesinados. Las mujeres intentan hacerse pasar por hombres para evitar violaciones.
Empata Ecuador y las esperanzas de ver clasificarse a Honduras comienzan a diluirse. A los centroamericanos les anulan dos goles. "El pinche árbitro principal dice que era mano. El de la banda, que no. Llega un tercero y dice que sí. Un desmadre. Pero no es gol", explica Arlén José sobre lo que estamos viendo en televisión.
"Les intentamos convencer de que no sigan con el viaje. Es muy peligroso", cuenta la voluntaria Patricia Mortera, de 17 años. Su madre, la mexicana Gabriela Hernández, decidió abrir el centro hace dos años. Tienen un cupo de 25 personas. En comunidad cocinan, limpian y ordenan la casa. En la cocina cuelga un cartel: "No dejes que tus seres queridos vivan con la angustia de no saber si estás vivo o muerto. Si puedes, comunícate con ellos".
El hondureño Manuel de Jesús Gálvez Padilla cruzó a Méxicoaprovechando el despiste de dos policías que habían abandonado la garita para fumar un cigarrillo. Caminó a un lado de la carretera durante días hasta que unos chicos en moto lo asaltaron. Le dispararon cuatro veces. Cuando relaja el gesto se observa el surco en la piel que le dejó uno los balazos que le pasó rozando la frente. Un centímetro más y estaría muerto. Gálvez fue portero en Urraco Pueblo, su localidad natal, y ahí desarrolló buen paladar para el fútbol. Es el mayor de los que está en la sala, tiene 54 años. Los muchachos ya se han acostumbrado a sus discursos grandilocuentes sobre el sentido del viaje que han emprendido. En mitad del partido comienza a hablar sobre el poder y el dinero que ansían en esta aventura. Hasta que le cortan de raíz: "Manuel, brother, queremos ver el fútbol. Relájese".
En el descanso ha llegado otro par de hondureños que trabaja en la construcción. El "patrón" no les dio salida hasta que cayó el sol. Ecuador se adelanta poco después 2-1, el que a la postre será el marcador final. Óscar Cabrera, de 23 años, parece el más preocupado por el mal resultado de su selección. Fue futbolista en las categorías inferiores del Marathón, un equipo de la ciudad de San Pedro Sula. En 2007 metió 22 goles durante una temporada, su mejor registro. No pudo hacer carrera de futbolista, en parte porque pasaba buena parte del día amasando pan. Hoy está aquí vestido de chándal, con unas alpargatas. Dispuesto a subirse al próximo tren que le prometa un mejor porvenir. Dispuesto a arriesgarlo todo.
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